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8:00pm: Marta sólo quiere salir


En la mayoría de los países que tienen cuatro estaciones o cambian de hora dos veces al año, a las ocho de la noche todavía brilla el sol. El exceso de luz le permite a sus ciudadanos sentir que el día aún es joven y que una salida no es en realidad una idea tan loca. Pero Marta no vive en esos países, países con los que sueña, ella vive en Caracas donde la luz rosada de un sol moribundo siempre aparece en el mismo rango horario.

Son las ocho de la noche y el brillo del cielo no proviene de las estrellas como invocan los poetas, esas luces que se multiplican en el infinito vienen la pobreza, de la mala planificación urbana, del privilegio de vivir en un valle, de la electricidad robada. Falta una hora para la novela, Marta podría aprovechar lo que la lentitud del internet en Venezuela le permite y ver algo en la computadora, pero no quiere. También podría conversar con alguien por whatapp, pero se le acabaron los megas.

Mientras está sentada en el sillón verde y pasado de moda de la sala del apartamento de sus padres, Marta mira a la ventana enrejada deseando que El Ávila fuera su paisaje y no la capacidad de ver perfectamente el edificio de enfrente, al punto de sabes cómo es la pijama de los vecinos que están cocinado la cena. Observando esa escena rutinaria se da cuenta que a ella le encantaría poder salir con sus amigos al salir del trabajo. La cotidianidad se está llevando sus mejores años en un empleo bueno con un sueldo que cada vez compra menos comida cada quincena y que hace imposible comprar su propio hogar, o en el tráfico que cada vez está más congestionado y son más las horas que se pasan entre una masa de carros y programas de radio de opinión.

Son las ocho de la noche y Marta está presa, salir es un lujo que ya casi no se puede dar. Que te roben la cartera, el celular o te asalten resulta una bendición ante una multitud de historias de secuestros, asesinatos y violaciones. Salir sola a la calle ya es un riesgo con la luz del sol, es casi un suicidio cuando cae la noche. En contadas ocasiones, a esa hora, ella va a la casa de alguno de sus amigos, quizás porque es su cumpleaños, pero siempre en las casas, encerrados. Alguna vez sale a cenar, pero entre los cambiantes precios y el temor del regreso a casa, la mejor opción es de nuevo el encierro.

Con su mirada perdida en la luz de los apartamentos de enfrente, Marta recuerda que hace poco a la prima de su amiga unos desconocidos le dispararon sin razón, “se equivocaron de carro” es la teoría; el resultado es un hombre de treinta años con una bala en el cuello que no puede ser retirada. Su mente sigue volando y recuerda a su tío, a quien secuestraron el año pasado por unas 24 horas, “gracias a Dios que no fue nada más”, algunos lo llamaron “sólo un susto” pero permanecer apuntado por un arma por horas es más que eso. Al hijo de la señora que limpia la oficina le mataron a su hijo de 18 años cuando iba a comprar pañales. Marta recordó cómo la señora le dijo con una resignación desconsoladora: “Estoy triste, hace dos meses me mataron a mi muchacho”. Marta tiene miedo por ella, por su familia, por sus amigos, a toda hora, en todas partes. No hay un lugar seguro.

Ella ve fotos, programas de televisión, documentales, de cómo en otros países las personas están en la calle, disfrutando de la calle, usan el transporte público, no tienen miedo. Pero Marta no puede, su encierro no es oficial, no es obligatorio, pero no tiene otra opción porque el peligro la está esperando en la puerta del estacionamiento porque la muerte se apoderó de Caracas… y de Venezuela

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