Un cuento de Navidad venezolano
Érase una vez en un reino lejano, un país generoso que le daba oportunidades a sus emigrantes. En ese reino vivía Jonathan, un joven venezolano (vamos a decir que la gente de treinta y pico casi cuarenta son jóvenes). Jonathan estaba sentado en su oficina (la puedes imaginar en Santiago, Lima, Madrid, Panamá, Quito, Nueva York, incluso Tokio), es un espacio grande con una gran ventana, decorado con los muebles más caros y una Mac Pro.
Jonathan se distrae por unos minutos de su trabajo. La época navideña lo hace sentirse melancólico. Pronto comienza a reflexionar sobre su vida, sobre lo difícil que fueron los primeros años fuera de Venezuela, lo bien que le ha ido gracias al trabajo duro y a la constancia. Venezuela es una palabra que le duele, la mayor parte del tiempo trata en no pensar en el país que lo vio nacer. Cuando le preguntan en la calle por su nacionalidad, responde “venezolano” casi con timidez.
Recibe una alerta de GoFoundMe en el celular sobre un grupo de venezolanos que necesitan ayuda. Él simplemente la ignora. Jonathan evade a Venezuela de su vida y trata de ocultarla como se hace con un “peor es nada” feucho.
Esta Navidad la va a pasar con su novia y la familia de ella. La verdad es que Jonathan quisiera pasar la con su gente, pero el trabajo no se lo permite. En su nuevo país en diciembre se trabaja como cualquier otro mes de año. De ser posible el viaje sólo podría ver a un miembro de su familia pues todos están dispersos por el mundo. De nuevo, Jonathan cambia el rumbo de sus pensamientos. Él no se permite sentirse débil, Venezuela es una etapa superada y no quiere saber más sobre eso.
Trata de concentrarse en sus labores, pero de pronto es sorprendido. Algo se mueve al otro lado de su ventana, cosa que es imposible porque su oficina está ubicada en un piso veinte. Posa su vista con mayor y allí está su abuela. La misma que falleció hace un año. Se frota los ojos y la mujer desaparece (lo que es lógico).
Luego de este encuentro cercano de tercer tipo, Jonathan no logra concentrarse en sus cosas pese a tomar mucho el café e incluso una manzanilla. Más tarde en su apartamento la cosa empeora. La abuela no sólo aparece en la ventana, se instala en la sala. Jonathan está entre sorprendido y asustado, el pana no se ha fumado ni bebido nada raro. Luego de unos minutos obtiene el valor para confrontarla.
“Abuela ¿Qué haces aquí?”
“Soy la mensajera. Vine a advertirte.”
“¿Me voy a morir?”
“No, mi niño. No aún. Vengo a decirte que te quiero con todo mi corazón, y para anunciarte que te visitaran tres fantasmas.”
Jonathan trata de tocarla, pero no puede. Es un holograma. Sólo puede contemplarla.
“Abuela, te pido perdón porque no estuve contigo cuanto te fuiste.”
“Mi niño no te preocupes. Lo entendí y lo entiendo. Yo te aconsejé que te fueras de Venezuela, sabía que eso podía pasar.”
“Te quiero mucho. Y te extraño más.”
“Yo no te extraño, te puedo ver siempre que quiera. Es una de las ventajas de ser un fantasma. Algunas noches tengo que espantar a los niños en una casa en Los Palos Grandes, pero el resto del día estoy libre.”
“Tu no podrías asustar a nadie ni siendo fantasma. Seguro les lees cuentos y todo. Lo que no entendí es lo de los tres fantasmas que mencionaste.”
“Allá arriba no están muy contentos con tu actitud. Estás negando a Venezuela y eso no puede ser.”
“No la niego. Yo a todos les digo que soy venezolano.”
“No es eso. Actúas como si te avergonzara.”
“Es que me avergüenza. Casi a diario tengo que explicar cómo uno de los países más ricos de Suramérica la gente se está muriendo de hambre, tengo que justificar cómo Maduro es nuestro presidente. Estoy cansado, somos el hazme reír del mundo.”
“¿En serio hablas así del país que recibió a tus abuelos? ¿De la nación qué les dio una oportunidad?”
“Hablo así de la tierra que los dejó a ustedes morirse solos.”
“Si tuviera que vivir de nuevo, volvería a Venezuela. Me dio lo que más quiero en esta vida.”
“Abuela, ¿podemos hablar de otra cosa?”
“No, porque también tienes que pensar en los muchos venezolanos que necesitan tu ayuda. Y no hablo de dinero solamente. Tus amigos y familia necesitan saber que también sientes nostalgia, que nada de esto es fácil para nadie. Y sí… ese dinero extra puedes usarlo en ayudar a los demás.”
“Estoy tratando de retomar mi vida. No puedo pasarme el tiempo con la cabeza allá cuando estoy acá.”
“Jonathan José Márquez, tú entiendes bien lo que te estoy diciendo. No te hagas el pendejo.”
“¡Abuela!”
“No estoy aquí para pelear. Vine a verte, a decirte que estoy bien, que te quiero, te cuido ¡Y que vienen tres fantasmas más!”
Y así como llegó, se fue. En este punto Jonathan estaba llorando. Cuando se recuperó un poco, tomó una ducha, una manzanilla e intentó dormir. Trató de convencerse que de que había tenido una alucinación provocada por la depresión y la nueva medicina que la psicóloga le había recetado.
Cuando se disponía a ver alguna película en Netflix, apareció el primer fantasma prometido. Era Popy, sí el payaso que Jonathan veía en las mañanas de su infancia, el mismo con su sombrero redondo, pequeño y rojo, su pelo a lo “Niña Bonita” de 1960, el que cantaba “El Telefonito” y “Carolina.” No fue hasta que lo vio en “persona/holograma/fantasma, que Jonathan supo cuando había extrañado a aquel payaso.
“¡Popy!”
“Wepa Jonathan. Hoy además soy el fantasma de las Navidades pasadas.”
“¿Navidades pasadas?”
“Sí, esa es mi misión, llevarte a revisar tu pasado.”
“¿Cómo en las películas?”
“Sí.”
“¿Puedes cantarme algo primero?”
“No.”
Y así como por arte de magia Jonathan viajó en el tiempo. Era diciembre de 1998. Popy le explicó: “Tu puedes verlos y escucharlos, pero ellos no pueden verte ni escucharte.”
Estaba en el apartamento de sus abuelos, allí pasaba las tardes después del colegio mientras sus papás trabajaban. Se vio a sí mismo con su uniforme de bachillerato estudiando para algún examen en el comedor. Se acordó lo feliz que era su vida en esos años, sólo se preocupaba por el colegio, la televisión, beber ron a escondidas, y tratar de tener novia.
Caminó hacia la sala y allí estaban su abuela (veinte años más joven que su fantasma), su abuelo y su tío Enrique. Veían la televisión, sintonizaban Radio Caracas Televisión (RCTV), justo en ese momento pasaban la cuña navideña del canal, un clásico de todas las Navidades. Anualmente, los canales de televisión más importantes producían un mensaje navideño que comenzó con unas felicitaciones y terminaron siendo unas súper producciones donde todos los artistas cantaban y bailaban gaitas, parrandas y villancicos por todo el territorio nacional. Era como una guerra de minitecas de largo alcance que buscada demostrar que productora tenía el mejor mensaje navideño.
En la cuña de Navidad de RCTV de ese año los artistas viajaban por las diferentes regiones del país al ritmo de una canción que decía “Esta tierra es grande, que viva su gente.” Allí estaba Roxana Díaz antes de aquel video, Nene Quintana antes de ser chavista, Amanda Gutiérrez antes de las cirugías, Winston antes de ser un enchufado, Amalia Pérez Díaz y Tomás Henríquez estaban vivos y Kiara, Nelson Bustamante y Camila Canabal están igualitos.
Lo siguiente que vino fue una propaganda de Henrique Salas Römer (el candidato que enfrentó a Chávez en las elecciones de 1998) una que tenía un rap: “Empezó Salas Römer, Salas Römer empezó,” Jonathan sonrió. Se acordaba de esa copla, la cantó varias veces en el colegio burlándose. La siguiente propaganda fue una de Hugo Chávez, allí fue cuando su abuelo habló:
“Este es el hombre que necesita este país. Un militar, un hombre con mano dura como Pérez Jiménez. El domingo le voto a Chávez.”
“¿Papá que estás diciendo? Ese tipo es un loco”, contestó el tío Enrique.
“El país necesita un cambio. Ya basta de los partidos políticos de siempre, de los adecos y copeyanos.”
“Sí, papá hay que terminar con eso, pero Chávez no es la respuesta. Es un tipo que dio un golpe de estado.”
“Carlos Andrés se lo merecía.”
“Carlos Andrés no lo estaba haciendo tan mal, había corrupción, pero nada justifica un golpe.”
Su abuela intervino en la conversación.
“Dejen la peleadera. Todos los políticos son iguales. No importa quien gane, no va a hacer nada por el país. Mira a Caldera y el chiripero”.
La discusión continuó por varios minutos. Jonathan los miraba y se daba cuenta lo mucho que los extrañaba. Quería decirle a su abuelo que no votara por Chávez que se iba a arrepentir, ese hombre iba a destruir el país y sus vidas. En veinte años los venezolanos iban a estar muriendo por falta de comida, medicinas y la inseguridad; huirían a otros países y, lo peor de todo, las familias estarían separadas.
Quería hablarle de los asesinados en las protestas, de los presos políticos, de la inflación, y de los secuestros. Le quería decir que, por culpa de Chávez, él, su abuelo, moriría solo porque la mayoría de sus hijos y nietos vivirían fueran del país, y además todo su patrimonio desaparecería por la devaluación, mientras todos los chavistas y enchufados disfrutaban del dinero robado a los venezolanos y del narcotráfico.
Pero, Jonathan se dio cuenta que, de tener la oportunidad de hablar con su abuelo nuevamente, le diría cuanto lo quería y lo extrañaba y sobre todo pedirle perdón por no estar a su lado cuando se fue.
Popy lo interrumpió: “Tengo más que enseñarte.” Y como en una película viajaron a varias navidades de la infancia de Jonathan: una donde fueron a la Isla de Margarita, otra en La Guaira, un par en la casa de la abuela, otras ya mayor cuando estudiaba en la universidad y rumbeaba por semanas. En todas había mucha familia, amigos, hallacas, pernil, gaitas, torta negra y hasta panettone (y eso que no le gustaba).
“Amiguito, viste qué felices eran las navidades en Venezuela. Tú fuiste feliz en tu país”.
“Sí, pero también deberías llevarme a la Navidad en que mataron a mi vecino frente a la casa, y la navidad que tuvimos que recorrer tres hospitales para que atendieran a mi tía porque las salas de emergencia no servían, o las últimas navidades donde encontrar pernil era imposible.”
“Wepa, eres más difícil de lo que pensaba. Te llevo a casa.”
Así fue. Jonathan regresó a su hogar. “Popy, antes de que te vayas. Yo crecí contigo y te agradezco cada sonrisa.” Y así como apareció, Popy se fue. Jonathan estaba bastante deprimido. Ver su pasado y lo feliz que fue más que reconfortarlo, le recordaba lo duros que habían sido los últimos años.
Se quedó sentado un buen rato en la sala esperando al segundo fantasma, pero no apareció. Decidió irse a la cama. Luego de un buen rato pudo quedarse dormido. Eran como las dos de la mañana cuando una música lo despertó. Era un sonido conocido, y luego de un par de minutos supo que era la música que acompañaba al doctor Valerio en la telenovela “Por estas calles.” Pensó que era la televisión o Youtube, cuando descubrió a Roberto Lamarca parado en frente a su cama. Más que el actor, era el personaje del Doctor Valerio con su traje noventoso de color marrón y su característico bigote.
“Buenas, buenas mijitico, soy el fantasma de las navidades presentes.” Y luego con la música que usaba en la telenovela cuando se oían sus pensamientos en voz en off, Jonathan escuchó: “Qué riñones tiene Chucho, mandarme con este tipito cuando podría estar ayudando a una buenota.”
“Roberto o Valerio, puedo oír tus pensamientos.”
“Ahora me salió brujo el muchachito. Mira, vamos que tenemos que pasear por varios lugares.”
Y así Arístides Valerio lo llevó al presente. Primero visitaron a su tío Enrique y su esposa quienes continuaban viviendo en Venezuela. La casa estaba silenciosa y los tíos más delgados de lo que los recordaba.
“¿Qué vamos a hacer para el veinticuatro?” preguntaba su tío.
“Nada, no quiero hacer nada.”
“Coño Ana, no podemos quedarnos aquí y morirnos del asco ¿Por qué no vamos a casa los Martínez?”
“No estoy de humor. Además, quiero quedarme en casa para ver si hablamos ese día por Skype con Dianita, Luis y los niños.”
“Ok, entonces ¿qué vamos a hacer de comida?”
“Nada, todo lo navideño cuesta lo impensable. Y de vaina podemos comer dos veces al día. Comeremos lo que hay por ahí y ya.”
“Me rindo, si eso es lo que quieres…”
“Y ni se te ocurra decirle nada a los niños. Ellos bastante tienen, no quiero preocuparlos.”
Jonathan sintió un frío en su estómago. No tenía ni idea de lo mal que lo estaban pasando sus tíos. De pronto todo cambió y estaban en casa de su prima Diana. Allí estaba con su esposo, los niños dormían.
“Tranquilo mi amor, te quitaron horas, pero yo tengo overtime en el trabajo, así que con eso compensamos,” decía Diana.
“Estoy cansado de esta incertidumbre. Ahora tengo que tratar de encontrar otro trabajo. Tenemos que pagar los gastos, pero están los regalos de los niños, el abogado para lo de los papeles del asilo político y yo quería mandarles dinero a tus papás y a los míos.”
“No te preocupes, todo va a salir bien. Lo importante es que estamos aquí y los niños están bien, con comida y a salvo.”
De nuevo, Jonathan se dio cuenta lo alejado que ha estado de su familia.
“El muchachito está descubriendo el mundo,” comentó el Dr. Valerio. “Hay que ser bien pendejo para no tener idea de que la familia de uno está pasándola mal,” pensó Valerio.
“Algo así. Y de nuevo te explico: puedo escuchar tus pensamientos.”
Visitaron también varias casas de desconocidos, todos venezolanos. Unos en Venezuela, sin comida, muy delgados; otros estaban en los hospitales, tanto enfermos y sus cuidadores trataban de disimular su desesperanza; también vieron los caminantes que salen de Venezuela con una mochila y esperanza, ellos dormían en las calles.
Todas las imágenes eran sobrecogedoras. Parecía una epidemia de tristeza. La última parada fue en casa de uno de sus amigos de la universidad, Alex. La verdad hacía mucho tiempo que no hablaba con su pana. Estaba en su apartamento en un país apartado. Jonathan sabía que tenía una buena posición económica, pero lo que veía en ese momento era a un Alex triste, depresivo. Estaba acostado en su sofá viendo fotos viejas mientras se tomaba un whiskey.
“Este es otro pendejo. Tiene billete, un apartamentote, un carrazo, y está aquí todo tristón,” le dijo el doctor Valerio.
“Bueno, aunque tú no lo entiendas, el dinero no lo es todo.”
“Y tu eres el pendejo mayor,” pensó Valerio.
El doctor Valerio lo dejó en su casa. Jonathan estaba impresionado, había empleado tanto tiempo evitando Venezuela que a la vez se había olvidado de su familia y sus amigos. Sin perder tiempo, Jonathan llamó a sus tíos y les mandó algo de dinero y comida. También se comunicó con su prima Diana, le ofreció ayuda para lo que necesitara.
Contactó a Alex por Whatsapp. Le contó lo solo que se sentía y que pese a los logros profesionales no era feliz. Alex le agradeció sus palabras porque él sentía lo mismo y no se atrevía a comentarlo. “Gracias Jonathan, me sentía muy culpable por no ser feliz. Es tan bueno saber que hay más personas sufriendo lo mismo”.
Al día siguiente, Jonathan buscó todas las fundaciones que estaban bien acreditadas y donó dinero y tiempo para ayudar a los refugiados venezolanos y a los que siguen en Venezuela. Los siguientes días se sintió mucho mejor. El ayudar y saber que de alguna manera varias personas tendrían unas mejores navidades le hacía feliz. Sí, Jonathan también entendía que nada de sus acciones arreglaban el problema principal del país que es el chavismo, la corrupción y el narcotráfico (para empezar por algo).
A los pocos días aparecieron los fantasmas de las navidades futuras: Cayito Aponte y Pepeto. Esta vez Jonathan no se asustó, en realidad, los esperaba. Le alegró con el corazón ver a dos personajes tan importantes de su vida, de sus lunes de rochela, del humor venezolano.
“Venimos a enseñarte las Navidades futuras,” anunció Pepeto.
“Como que aprendiste la lección antes de tiempo,” agregó Cayito.
“No hace falta enseñarte lo que pasaría.”
“Si seguías ignorando a tu país.”
“Lo que vas a ver es el verdadero.”
“Futuro de Venezuela.”
Y pronto viajaron varios años en el futuro. Visitaron ciudades criollas, todas tenían las luces y el color de las navidades del pasado. Los comercios estaban todos abiertos y con muchas personas en la calle pese a ser de noche, era como si la delincuencia no estaba tan desatada y la gente podía vivir con libertad. Las personas se veían felices, casi parecía una película de navidad gringa, con la diferencia de que el fondo musical eran gaitas.
Los mercados estaban llenos de comida, los hospitales funcionaban bastante bien, las escuelas atendían niños que se hacían un futuro, lo único vacío eran las morgues.
Venezuela era un país normal. Con problemas y ventajas, pero sin los horrores que estamos viviendo desde hace más de veinte años. Muchos habían regresado, otros no porque ya sus vidas estaban hechas en otros lugares, pero podían ir a visitar a sus seres queridos sin miedo.
Era la Venezuela que soñamos.
Este cuento tiene un final feliz, un final que podemos lograr. No podemos sacar a los desgraciados que tenemos por gobierno ahora, pero sí podemos unirnos como el pueblo que somos, no importa donde vivamos. Esta Navidad regálate un poco de paz y alegría ayudando a los tuyos.
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